Alejandra Birgin: El trabajo de enseñar. Cap 1: La configuración del trabajo de enseñar: de profesión libre a profesión de Estado.
Parte
de los debates de la tipificación de la docencia como profesión y de
cuáles son sus características para indagar cómo se configuró
históricamente la tarea de enseñar y las huellas que esa constitución
del hábito docente dejó. Así, busca repensar la docencia como parte de
una historia de los funcionarios del Estado.
Aporta
elementos en dos direcciones: las rupturas en la enseñanza antes y
después de su formalización como empleo público atribuida al Estado
nacional; discriminar la tarea de enseñanza entre nivel primario y
medio. El trabajo de enseñar es previo al magisterio como profesión de
Estado. Los maestros laicos eran más autónomos en la gestión pedagógica:
controlaban la posesión de una moral recta. Con el magisterio la tarea
se normativiza y se regula a través de la asalarización.
Respecto de las diferencias entre primaria y media, el magisterio tenía
como objetivo formar ciudadanos disciplinados -las mujeres tomaron el
lugar de mano de obra- mientras que el secundario se constituyó como
lugar de formación de dirigentes. El magisterio, espacio de saberes
“necesarios”, quedó vinculado a cierta asepsia política y el
profesorado, autónomo y vinculado al campo intelectual, se enorgulleció
de las relaciones con el poder político.
Antes
de ser una profesión de Estado, se desarrolló una “pedagogía
espontánea”, en marco de relaciones primarias, maestros empíricos y
saberes prácticos adquiridos por la experiencia. Ya desde inicios del s xix se intentó unificar y centralizar la formación docente, ej. Rivadavia creó la UBA inspirado en el modelo napoléonico.
Los intentos fueron paralelos y consecuencia del proceso de
construcción del Estado. Luego, estatización de la educación popular y
creación de la escuela como espacio para la homogeneización. Esto
requirió muchos docentes y el Estado se convirtió al mismo tiempo en
empleador y formador: institucionalización y centralización, actividad
sistemática de educar, cuerpo homogéneo. Escuelas normales,
calificaciones, uniformidad de modos de apredizaje
y títulos. El Estado controló desde entonces los títulos, la
contratación, el financiamiento, la obligatoriedad. Así reguló el
trabajo docente.
El magisterio quedó signado por la oposición sarmientina
“civilización o barbarie”, progreso o tradición, que ayudó a una
mística del servidor público, más tarde a la jerarquización y también a
la burocratización. El control, nombramientos y sanciones, son externos y
limitan la construcción de autonomía y una concepción corporativa del
oficio.
El
proceso de secularización de la enseñanza atribuyó al maestro una
misión sagrada y a la escuela la condición de templo del saber. Su tarea
central: transformar a la barbarie, luchar contra la ignorancia y para
eso había que desterrar maestro sin títulos, curas, educadores
anarquistas. Antes de esto, había flexibilidad en la tarea y no
pretensiones de universalidad, igualación u homogeneización. Carecía de
un sentido compartido. De ahí se fue llegando a planes de estudios
preestablecidos y regulación del trabajo de enseñar. La profesión
implicaba una moralidad íntegra: vocación, abnegación y servicio. La
capacidad ética del burócrata, subordinar la autorreflexión a las
obligaciones de su oficio.
La
profesionalización del saber, de este y de otros, está en estrecha
relación con la distribución específica del capital cultural: dominación
gracias al saber especializado. Así se conformó una capa privilegiada,
diplomados y titulados, con el monopolio de los puestos ventajosos
social y económicamente. Se definen saberes legítimos y estratificación
en todos los niveles: en la enseñanza, magisterio, profesorado. En el
magisterio, el proceso de profesionalización se confunde con el de
estatización. En el profesorado, los modos de legitimación estuvieron
más disputados: determinados capitales incorporados eran el requisito
fundamental para llegar a los cargos. Quedaba la discusión de
legitimidad entre una formación específica y el origen de clase. También
una disputa entre aldedor
de esa formación específica: entre los docentes y la producción del
conocimiento científico, entre la didáctica y el conocimiento
disciplinar. Los reglamentos y rituales de los colegios mostraron la
adopción de la táctica escolar propuesta por los normalizadores. Los
recreos, la disciplina, la disposición del aula, el secundario los tomó
de la cultura normalista y no de la universitaria. Junto a esto, la
ampliación del nivel medio y un cuerpo docente conformado mayormente por
egresados de escuelas Normales, fue acortando la brecha entre el
profesorado y el magisterio en la configuración de su trabajo.
Las
dinámicas de género tampoco fueron indiferentes en el proceso y se
vincularon a la configuración del lugar de enseñanza. Para el imaginario
social el ideal femenino prevaleciente era la maternidad y la familia;
su ámbito, el hogar. De ahí, la lógica de la mujer encargada de una
“maternidad social”. Las posibilidades para un trabajo asalariado para
las mujeres estaban relacionadas con el cuidado de otros: beneficencia,
docencia, enfermería. Se constituyó, fomentado por el Estado y las
diferencias de los salarios, un mercado de trabajo sexualmente
segregado.
Con
la llegada del Estado de Bienestar y la redistribución de los recursos
entre los trabajadores, a diferencia de los países centrales los
derechos sociales se expandieron ligados a la constitución de la
categoría de trabajadores formales más que a políticas asociadas
directamente a la expansión de ciudadanía. Significó también contención
política y social de los trabajadores que reguló su capacidad de acción:
negociación colectiva, legislación laboral. En tanto, el trabajo
docente se excluyó de la concepción y planificación del sistema
educativo. El docente normativo perdió su lugar de constructor de los
valores de lo público para ser un técnico. Paralelamente se consolidó la
sociedad salarial y la regulación a través de estatutos (personal
docente, 1958)
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