D. Feldman, frag. de Enseñanza y escuela
Entre
el siglo XVI y principios del s. XIX tiene lugar la progresiva
estructuración del espacio escolar, el reemplazo del “espacio confuso”
por el “espacio ordenado”, que a fines de ese siglo se estabiliza y
universaliza. Se trata de la escolarización de la escuela, la
construcción de un sistema técnico de educación a gran escala. La
escuela reúne rasgos provenientes de la universidad medieval, la
educación religiosa y dispositivos de caridad vinculados con la
urbanización y la industrialización; toma métodos y formas de control
del aprendizaje con fuentes en los siglos XVI y XVII; recoge tecnologías
de control personal provenientes de la Reforma, junto con su noción de
“disciplina”; y se vale de nuevas nociones y formas de organización y
gestión tomadas de la producción industrial. En el marco del nuevo papel
de los Estados nacionales en la educación, una serie de tecnologías
previas se combina con nuevos instrumentos conceptuales para dar lugar
al nuevo tipo organizacional al que corresponden las categorías de
“sistema”, “clase”, “aula”, “currículum” y “método”. La historia de la
pedagogía escolar responde al problema de cómo enseñar eficazmente a
muchos a la vez (Trilla), proviene de un esfuerzo exitoso por
sistematizar y dirigir la tarea de profesores y alumnos mediante ámbitos
y procedimientos especializados. De las universidades del s. XVI
procede la organización de los alumnos en “clases” a cargo de un regente
y con un plan rígido de formación –en la transición de las
“organizaciones de aprendizaje” a las “organizaciones de enseñanza”
(Hamilton)–, que llega a la enseñanza elemental a mediados del s. XVIII,
y se elabora progresivamente un orden secuenciado y gradual (de acuerdo
con el modelo industrial, pasando de la producción individualizada a la
producción en serie [Hamilton]), dentro de una escuela dividida en
múltiples salones para la enseñanza dirigida a grupos relativamente
homogéneos (según edad y competencia). A tal sistema de aulas
corresponden métodos de trabajo del profesor, para el control del grupo
de niños y su instrucción directa a través de un sistema de preguntas y
respuestas. La organización del espacio y el tiempo recurren al
currículum, el método didáctico, el horario y la lección.
Los
cambios responden a las necesidades educativas generadas por los
movimientos de urbanización y los cambios en la organización familiar,
pero también a nuevas ideas sobre la infancia (o la diferenciación misma
de una tal etapa), así como a las exigencias de socialización,
formación de capacidades, disciplina y subjetivación emanadas de los
Estados nacionales.
En
la Argentina del s. XX, los ideales constructivistas, las didácticas
centradas en disciplinas de conocimiento y la pedagogía crítica
desprestigiaron la perspectiva instrumental y metódica, en contra de los
medios de control de las actividades de enseñanza, obviando la
necesidad de algún tipo de control que regule la comunicación y la
interacción en todo dispositivo escolar. Bajo esta marca se pasa a
sistemas de control menos evidentes, por la vía de currículum. De los
setentas hasta hoy, con todo, puede observarse un debilitamiento de las
clasificaciones del currículum, una pérdida de las marcas de
nacionalidad y género, una mayor abstracción del conocimiento escolar,
una construcción de nuevos sujetos escolares y el avance de “pedagogías
invisibles” (Bernstein),
todo ello vinculado a una expectativa de desarrollo y una concepción
del papel del Estado en abierta contradicción con los procesos de
desintegración socio-económica y política característicos de los
noventas. Esta oposición explica el hiato entre las intenciones
didácticas y curriculares, y el campo práctico de aplicación.
T. Becher, “Las disciplinas académicas”
Las
disciplinas se reconocen a partir del entrecruzamiento de un estatuto
institucional (existencia de departamentos en las universidades e
institutos de investigación, especialmente si están difundidos
internacionalmente), reconocimiento intracomunitario (relativo a la
credibilidad académica, la solidez intelectual y la pertinencia de los
contenidos), y la existencia de una red de comunicación interna, de una
tradición de estudios, un conjunto particular de valores y creencias, un
dominio, una modalidad de investigación y una estructura conceptual
propias. Las variaciones históricas y geográficas no impiden el
reconocimiento de una “continuidad reconocible” (Toulmin), de “culturas genotípicas endémicas en cada disciplina” (Ruscio).
Características globales de las sociedades particulares –como la
estructura de su sistema educativo o su nivel de desarrollo económico– o
los rasgos y tradiciones nacionales explican las variaciones
regionales.
Las
actitudes, actividades y estilos cognitivos de la comunidad científica
de una disciplina están estrechamente ligados a las características y
estructuras de los campos de conocimiento con los que la comunidad está
comprometida profesionalmente, al punto de que sea difícil separar con
claridad unos y otras. Alrededor de las disciplinas se forman las
subculturas de los cuerpos docentes universitarios. A medida que el
trabajo y los puntos de vista se especializan, los estudiosos tienen
menos cosas en común, en sus antecedentes y sus problemas diarios.
Tienen menos impulso para interactuar entre sí y menor habilidad para
hacerlo (Clark).
Se
conforma un sentimiento de pertenencia del individuo a la tribu
académica, en torno a ídolos, objetos de uso y fundamentalmente un
lenguaje propio. El lenguaje de la tribu permite además captar diversos
aspectos del campo de conocimiento al que pertenece, del modo en que
construyen sus argumentaciones a las características epistemológicas.
También opera como un mecanismo de exclusión de los “inmigrantes
ilegales”.
La
socialización en una tribu implica la suscripción de una ideología
integrada por “mitos heroicos”, “historias especialmente reconstruidas”
(usados luego como armas en las disputas internas), un repertorio de
discursos adecuados a distintas situaciones, normas de conducta –de jure y de facto–, etcétera. Un verdadero “currículum oculto” (Snyder).
M. C. Davini, “Tradiciones actuales en las formación de los docentes...”
Los
debates y propuestas sobre la formación y el perfeccionamiento docente
surgen en contextos de insatisfacción respecto de los logros de la
escuela o procesos de cambio político, y concretan procesos reformistas
con la intención de inaugurar una nueva etapa. Los docentes se organizan
para intervenir activamente en este movimiento, o bien asumen
comportamientos de sumisión o resistencia pasiva en la implementación
escolar.
Las
tradiciones en la formación docente son configuraciones de pensamiento y
acción construidas históricamente que se mantienen a lo largo del
tiempo por estar institucionalizadas (en la organización y el
currículum, por ejemplo), e incorporadas a las prácticas, y a la
conciencia y los modos de percibir de los sujetos. Junto a ellas hay
tendencias que no llegan a consolidarse en tradiciones o a
materializarse en formas institucionales y curriculares de formación,
con un discurso propio pero incapaces de orientar la acción.
Tradición normalizadora disciplinadora: Los programas de formación docente se originan con la conformación y el desarrollo de los sistemas educativos modernos, que en Europa y EEUU resulta del desarrollo de una incipiente industrialización y las consecuentes olas migratorias rururbanas.
La maquinaria pedagógica pretende normalizar la miseria indiferenciada,
la marginalidad y los comportamiento “disolutos” en la ciudad, de
acuerdo con los filántropos del s. XIX. Inicialmente, el sistema
lancasteriano cuenta con “monitores- instructores” que enseñan a los
gritos entre las máquinas. En Argentina, el proceso se asocia con la homogeneización y la disciplina estatal de la población civil, bajo el proyecto y la conducción de las élites agraria y urbana que integraron al país al capitalismo a través de la agroexportación,
de modo que –fuera de un conocimiento enseñable mínimo considerado
útil– la formación de habilidades o el desarrollo del pensamiento o el
conocimiento no son prioritarios, pese a la imagen del docente como
difusor de la cultura. El docente tiene a su cargo también campañas de
salud pública y otras acciones de control público.
El
proyecto se respalda en la filosofía positivista, que se embandera en
el “orden y progreso”, la laicización de de la enseñanza y la
organización de un sistema de instrucción pública, en polémica con un
espiritualismo pedagógico que reforzó los rasgos normalizadores, de
acuerdo con una concepción moralizadora y socializadora del docente. En
mantenimiento de los rasgos de la educación familiar, la profesión se
definió como femenina, identificada con los roles de apoyo, de ayuda y
de segunda madre, así como los hombres se hacían cargo de los grados
finales y la dirección. Para poblar esas instituciones de diseminan las escuelas normales, que producen “una legión de maestros patrioteros” (Alliud)
más de lo que aportan una formación científico-técnica. Una utopía de
progreso de las grandes mayorías, una entrega al ser en desarrollo y la
creencia en un mundo moderno mejor (sin perjuicio de la inculcación en
la práctica de un universo cultural excluyente, negador de los
exteriores a la escuela) sostenían su trabajo, que pese a las pobres
recompensas materiales, tuvo reconocimiento social y simbólico.
Esta
tradición define la imagen del “buen docente” que aún hoy debilita las
propuestas de desarrollo socio-profesional y laboral del docente. De
hecho, la pérdida de prestigio social y la progresiva desprotección de
los docentes por parte del estado resultan en un fortalecimiento
nostálgico del paradigma.
Se
privilegia una formación docente ligada con el “saber hacer”, el manejo
de materiales y rutinas escolares, con débil formación teórica y
disciplinaria, y una visión utilitarista aproblemática de la formación. Recurre a modelizaciones y estereotipos, contra la observación y aceptación de las diferencias que habría de correspon-der
a la heterogeneidad poblacional. El docente mismo es un modelo o
ejemplo, con deber de entrega personal, lo que dificulta la asunción
reivindicaciones materiales correspondientes a un desempeño laboral.
Tradición académica:
Prioriza el conocimiento sólido de la materia por sobre la formación
pedagógica, tildando los cursos tradicionales en ella de triviales,
carentes de valor científico, contrarios a la inteligencia, repetitivos o
vagos, bajo la hipótesis de que dichos conocimientos pueden adquirirse
simplemente en la práctica y por sentido común. Se articular con una
exaltación positivista de las ciencias cuantitativo-experimentales, y
con un conflicto corporativo entre los grupos de expertos, los pedagogos
y los docentes, al tiempo que entre los formadores universitarios de
docentes y los pertenecientes a institutos terciarios. La consideración
instrumental o metodológica de la pedagogía (en términos de simple
“transposición didáctica”) oculta sus potencialidades políticas y
sociales.
Las
tradición está entretejida con el desarrollo de una brecha entre la
producción y la reproducción del saber, que pone en segundo término al
docente, como mero reproductor de un conocimiento adquirido en la
formación, sobre el que no se ejercen críticas ideológicas. Se sigue la
necesidad de una actualización permanente que no da cuenta del
significado social, educativo o epistemológico de los cambios de
paradigma y que mina la seguridad profesional del docente.
Tradición eficientista:
La escuela se pone al servicio del despegue económico, desde la
perspectiva desarrollista propia de los sesentas, bajo la imagen de un
tránsito de lo tradicional a lo moderno. Se percibe la educación como la
formación de recursos humanos para la industria o los negocios. Una
escuela vista como atrasada e ineficiente debe ser reformada (bajo una
lógica taylorista
e hipótesis conductistas) para servir a un nuevo orden social. De este
modo se incrementa la separación de roles en las instituciones
educativas –el docente deviene un simple ejecutor de la enseñanza– y el
currículum se transforma en un objeto de control social. La enseñanza es
un problema de “medios” (planificación, evaluación de rendimiento,
instrucción programada, etc.), cuyos fines apriorísticos son la
modernización y el cambio social. Las permanentes reformas encuentran en
la industria de los libros de texto un acompañamiento decisivo.
La ponderación conductista del rendimiento se entrama con una ideología de “aptitudes naturales” a ser justipreciadas mediante tests,
a cuya ejecución y respuesta corresponde la proliferación de gabinetes
de psicopedagogía y la constitución de grados de recuperación.
Las tres tradiciones dan
más peso al “deber ser” del docente que a su condición real, apelan a
una epistemología espontánea positivista y omiten la diversidad cultural
de la población.
Tendencias alternativas: Incluso antes de la aparición de las pedagogías críticas, la pérdida de autonomía de los docentes implicada en la planificación eficientista
ya es resistida por los docentes hasta transformarla en un cumplimiento
burocrático. En conjunto, los docentes formulan proyectos
ideológico-pedagógicos opuestos a las tres tradiciones de formación,
aunque no hayan coagulado en proyectos concretos, o sólo en iniciativas
voluntarias o autogestadas al margen del aparato formal de grado. Con ello, los discursos y las prácticas se fragmentan.
En
esta línea se ubican la pedagogía crítico-social de los contenidos, en
vistas a su enseñanza con fines de transformación social, y la pedagogía
hermenéutico-participativa, preocupada por la modificación de las
relaciones de poder en la escuela y en el aula, con foco en las
condiciones institucionales y las prácticas docentes aprendidas.
A. R. W. de Camilloni, “Los profesores y el saber didáctico”
Las
teorías de los docentes comprenden concepciones acerca de cómo se
enseña y cómo se aprende, la relación entre la enseñanza y la evaluación
de aprendizaje, las posibilidades de aprendizaje del alumno, las
funciones del docente y la misión de la escuela. Los estudios revelan
que creencias de este orden tienen efectos sobre la enseñanza, influyen
sobre los alumnos. Se caracterizan por su inconsciencia, su
incoherencia, el cuño subjetivo, la inscripción accional, y su constitución folk,
a partir del sentido común o de experiencias personales diversas. Se
hacen presentes en el propio ejercicio docente, pero también funcionan
como parámetro evaluativo
interno de las ideas transmitidas durante la formación docente. De aquí
la necesidad de su detección y modificación temprana.
Hay pues una didáctica ordinaria o del sentido común compuesta
por mitos sobre el papel de los docentes, los tipos de docentes y los
tipos de alumnos, e ideas generales sobre el desarrollo y el aprendizaje
(como la presuposición de racionalidad de los actores y de una relación
causal entre enseñanza y aprendizaje). Son normativas antes que
descriptivas o explicativas, y su cohesión no implica coherencia.
La didáctica pseudoerudita supone
una adecuación superficial e irreflexiva a modas pedagógicas, de un
modo dogmático que previene de las contradicciones internas de la
didáctica del sentido común. Carece de bases teóricas fuertes y por
tanto socava la constitución de la disciplina formal, interrumpiendo los
tiempos necesarios para la decantación de un modelo.
La didáctica erudita es
una teoría de la acción pedagógica apoyada en fuentes serias y
rigurosas, a la que –toda vez que eludamos los criterios positivistas de
unicidad teórica, desinterés y separación respecto de la práctica– bien
puede atribuírsele el estatuto de ciencia, en la medida en que elabora
conocimiento fundado integral y coherente sobre una base empírica, por
mucho que sea normativa. Visto que la enseñanza es una acción social, se
trata en particular de una ciencia social, compuesta por enunciados
descriptivos (referidos a los actos y procesos mentales o afectivos),
enunciados explicativos (relativos a los componentes de la acción y la
situación de enseñanza, las relaciones entre sus componentes, junto con
las distintas variables y diferentes factores que interactúan en la
situación didáctica), y enunciados prescriptivos y normativos (a
propósito de las prácticas que deban corresponder a una enseñanza
efectiva). Mientras que la didáctica preceptiva ofrece reglas que
enlazan determinados objetivos con determinadas acciones educativas
particulares, con presciencia de valores o proyectos, la didáctica
normativa se refiere al deber ser de la enseñanza, de acuerdo con un
proyecto social definido.
M. Tardif, “Los docentes ante el saber”
La
práctica de los docentes se define en relación con los saberes que
poseen y transmiten. El saber del docente se compone de saberes
disciplinarios (los saberes sociales definidos y seleccionados por la
universidad), curriculares (los discursos, objetivos, contenidos y
métodos con que la escuela organiza la tarea), profesionales (la
formación teórico-práctica en ciencias de la educación y pedagogía) y experienciales
(productos del trabajo cotidiano). El cuerpo docente está devaluado en
relación con sus saberes, lo que los lleva a sobrevaloración de los
componentes experienciales.
Tal devaluación responde a la jerarquización de la producción de
conocimiento por sobre la difusión (a través de escisión de la
investigación y la enseñanza), la progresiva división del trabajo en la
modernidad, el fin de la creencia en saberes cuya posesión fuera
intrínsecamente formativa, la aparición de las ciencias de la educación,
el desplazamiento del centro de gravedad de la pedagogía hacia el
alumno, la conformación histórica del cuerpo docente como un órgano de
ejecutores, y la pérdida de confianza en la relación entre la
adquisición de saberes escolares y la renovación social, técnica y
económica. Todo ello ubica a los docentes en una posición de
exterioridad respecto de los saberes disciplinarios, curriculares y
profesionales. Por tal motivo, éstos pasan a privilegiar los saberes experienciales,
la cultura docente en acción desarrollada rápidamente en la interacción
con los alumnos y con sus pares en la práctica, las obligaciones y
normas laborales, y la institución particular. Los saberes experien-ciales
permiten revisar críticamente los demás tipos de saber, y son
objetivados en esa confrontación y en la comunicación con los colegas.
F. Terigi, “La enseñanza como problema político”
La
enseñanza supone transmisión, entendida como una oferta de sentido
social disponible para ser transformado, más que como un mecanismo de
repetición irreflexiva y reproducción autoritaria. La definición de la
enseñanza como problema político remite menos a la ya conocida politicidad
de la experiencia pedagógica que a la necesidad de las políticas
educativas de referirse de modo prioritario a la propia situación de
enseñanza, en lugar de reservarse a grandes propósitos, y condiciones
organizativas, normativas, presupuestarias e institucionales, dejando a
posteriori en manos de las instituciones y los docentes individuales la
cuestión de las formas efectivas del enseñar. La escisión entre lo macro
y lo micro empobrece el conocimiento fundado de los modos concretos de
la educación. Su superación permite rever el debate acerca de la
autonomía de las escuelas entre la adjudicación al Estado de las solas
funciones de financiación y evaluación, y la defensa de una
responsabilidad global sobre el mejoramiento de la acción pedagógica.
Desde la consideración de la enseñanza como problema político se puede
promover programas centralizados referi-dos
a la enseñanza, sin desconocer el rol de las instituciones particulares
en su elaboración e implementación. De acuerdo con esta perspectiva se
debe revisar la escala de los programas, admitiendo una limitación en
las posibilidades materiales de innovación y se debe atender a su
accesibilidad didáctica, es decir para qué innovaciones están preparados
los docentes.
R. Reguillo Cruz, frag. de Emergencia de culturas juveniles
Los
jóvenes adquieren formas de organización que los protegen de un orden
que los excluye, y sirven de espacio de pertenencia y adscripción identitaria.
El grupo de pares, sobre la base de la comunicación cara a cara, es un
espacio de confrontación, producción y circulación de saberes que se
traducen en acciones. Nuestra concepción de la juventud se origina en la
sociedad de posguerra, que ubica a los jóvenes como sujetos de derechos
y consumidores, al tiempo que la reorganización económica les otorga
una posición particular. Los jóvenes experimentan al mismo tiempo una
homogeneización globalizadora y posibilidades de diferenciación identitaria
instrumentadas por las industrias culturales. La exclusión de la
economía y la política formales abre la posibilidad de diversos sentidos
de pertenencia y agentividades políticas.
Los
movimientos estudiantiles preanunciaron los conflictos de las
sociedades modernas que entrarían en eclosión en los setentas. La
clausura político-simbólica de esa etapa corresponde al reconocimiento
de la carencia de una verdad absoluta que fundamente un ejercicio de
poder, de acuerdo con un descrédito de las utopías y un repliegue hacia
lo privado. En el clima neoliberal, se los hace responsables
de la violencia de las ciudades y se los ve como un problema social.
Las instituciones educativas procuran retener a los jóvenes
superponiendo la impartición de conocimiento social con el control
social. La incertidumbre social que afecta a los jovenes
tiene consecuencias sobre los proyectos de vida y las metas previstas,
en el marco de instituciones que no comprenden las nuevas demandas
sociales, tal como por caso la escuela presupone una alianza con la
familia que ignora las demás mediaciones socio-culturales.
Mientras
que el Estado, la familia y la escuela tienden a pensar en la juventud
como una categoría de tránsito, los jóvenes anclan su mundo en el
presente. Los estudios los perciben ya en su incorporación institucional
o comercial al sistema, ya en sus prácticas de disidencia. La
consideración desde el punto de vista de la marginación oblitera su
papel en la reproducción de valores tradicionales, como el machismo o
formas de opresión social reificadas en la religiosidad popular.
Entre
finales de los ochentas y los noventas se configura en contrapartida un
discurso constructivista y relacional referido a los jóvenes, que los
considera sujetos de discurso y agentes sociales, considerando su
capacidad de negociación con sistemas e instituciones, y su ambigüedad
respecto de los esquemas dominantes. Los nuevos estudios reconocen la
importancia de la configuración identitaria
de las culturas juveniles, a través de la oposición a sus otros y
mediante diferentes formas de acción reconocidas en su dimensión
política. Los jóvenes revelan gran capacidad de adaptación a situaciones
novedosas y de experimentación desacralizadora, que depende más de una gran capacidad procesamiento de la masa informativa contemporánea que de prácticas irruptivas, disruptivas o resistentes.
G. Fenstermacher, “Tres aspectos de la filosofía de la invest. sobre la enseñanza”
Una
definición genérica de la enseñanza supone una persona que posee cierto
contenido y trata de transmitirlo a otra que inicialmente carece de él,
de modo que ambos se comprometan en una relación para que lo adquiera.
Con todo, más que en transmitir el contenido, la tarea del profesor
consiste en apoyar el deseo del estudiante de “estudiantar”,
es decir de desarrollar por sí mismo tareas para la adquisición del
contenido. Una tal definición genérica debe preservar como un problema
distinto el de la ponderación de una buena enseñanza, a ser considerado
en las definiciones elaboradas; de otro modo se confunde la dependencia
ontológica de la enseñanza respecto del aprendizaje con una imbricación
causal necesaria: una buena enseñanza debe permitir al alumno estudiantar
de manera exitosa, pero la enseñanza por sí sola no implica
automáticamente el aprendizaje efectivo, con lo que éste no puede estar
comprendido en la definición genérica de aquélla. Las definiciones
elaboradas, por su parte, ofrecen una orientación moral y epistemológica
para las actividades desarrolladas por el docente.
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